El retorno de los aguafiestas: por qué soy un optimista idiota y no puedo arreglarlo
A ver, el mundo no va muy bien, los malos han recuperado la ventaja que supuestamente habían perdido, y más nos valdría a los que vemos siempre la botella medio llena ir haciéndonos a la idea
“Pese a todas las tribulaciones de la vida, pese a todos los problemas que sigue habiendo en el mundo, la disminución de la violencia es un logro que podemos saborear, así como un impulso para valorar las fuerzas de la civilización y la tolerancia que la hicieron posible”.
Así concluía la biblia del optimismo moderno publicada en 2011 por un mediático psicólogo canadiense, una suerte de Voltaire de rizos blancos y bailarines llamado Steven Pinker. El libro llevaba por título ‘Los ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones’, la publicó en España Paidós y, la verdad, cuando la crisis global estallada unos años antes daba sus más feroces dentelladas, no parecían los mejores tiempos para ver la botella medio llena. Por entonces, yo mismito entrevisté a Pinker un buen día, y lo tenía claro: “La expansión de la razón ha hecho de la violencia un problema cerca de su resolución”.
Seguramente el bueno de Pinker, aupado sobre un Everest de datos, pretendía aclarar que un bache repentino no iba a entorpecer la triunfal marcha del progreso humano, esa religión de los fieles racionalistas que, como me contó su némesis pesimista John Gray cuando recientemente también lo entrevisté, afirman “que todo el mundo es irracional, excepto ellos”.
Sí, lo confieso, fui uno de los creyentes leibnizianos en el mejor de los mundos posibles
La moda duró unos años y sumó más nombres de tajantes popes optimistas… mientras todo se iba poniendo cada vez peor: sectarismo, populismo, polarización salvaje, brexits, Trumps, pandemias, democracias cayendo como fichas de dominó y cada vez más guerras, oiga. ¿Por qué les cuento todos esto? Porque yo, sí, lo confieso, fui uno de los creyentes leibnizianos en el mejor de los mundos posibles. Debo tener por ahí todavía el carné del Pinker fan club.
Ha llegado el momento de responder a la pregunta del titular que hay épocas en las que el clickbait, como el desprecio, hay que prodigarlo con economía debido al gran número de necesitados: me han dibujado así. Después de cuatro décadas largas por estas llanuras bélicas y páramos de asceta, debo aceptar de una santa vez que sí, el carácter es el destino, y que la mayoría de las ideas y creencias que profesamos están fuertemente determinadas, aunque no del todo, por nuestra peculiar configuración hereditaria.
Todo esto viene a cuenta de que hoy han publicado en El Mundo mi entrevista con Vaclav Smil, otro grandísimo aguafiestas, “el hombre que más sabe de energía del mundo”, y me cuenta que no vamos a descarbonizar nada, que estamos quemando más combustibles fósiles que nunca y que, en fin, no parece sencillo lo de no acabar asándonos vivos. Por cierto, su último librito, tan genial como agorero, es este.
Me gustaría decirles que pasen ustedes un buen puente de la Constitución pero, ¿a quién quiero engañar?
Me recuerda a la lectura de «Factfulness», de Hans Rosling, que también acumula docenas de evidencias acerca del devenir de la sociedad, poniendo el énfasis en las increíbles mejoras que se han sucedido en las últimas décadas.
Pese a todo, es innegable la imposibilidad de obviar las expectactivas un tanto funestas cuando el mundo parece haberse convertido en un tren sin maquinista ni frenos de emergencia.
No obstante, y pese a mi natural pesismismo (en cuanto a los individuos en particular), creo que no es esta la única época en la historia en la que la humanidad ha percibido un cierto «hundimiento»; creo que, pese a todo, la conjunción de buenos propósitos, inteligencia aplicada y espíritu comunitario puede empujar un poco en la dirección correcta. El problema, quizá, es que la evolución humana es como un concurso de tiro de cuerda: a veces avanzas, a veces retrocedes, a veces resbalas…
Pues vaya tela con la herencia y el futuro.